19 enero 2009

Crónica sobre la muerte de Jeanne d'Arc.

Crónica sobre la muerte de Jeanne d'Arc

Desperté aquella mañana, y supe inmediatamente lo que estaba por suceder. El grisáceo firmamento celestial que me acompañaba en mis días de poca gloria y desdicha me dirigía una efímera y casi fantasmagórica sensación de malestar e incomodidad.

Mi querido lector y aquellos curiosos que tuvieron la grata osadía de encontrar este mísero escrito.

Soy una humilde mujer francesa, o eso solía serlo, exiliada de su sangre, obligada pertenecer a un descendiente inglés desde infante, y por voluntad de aquel que me vigila con su magnificencia sobre su aura seráfica, he acabado por terminar hasta el último de mis días en Ruán.

Poco recuerdo de mi juventud y pasado, no se decirles con exactitud quien soy y de dónde provengo, olvidé lo relevante con el tiempo transitado con el pasar de mis días, pero logro recordar claramente mi nombre e identidad, Kassandra Estée, esposa del tercer hijo de un mercader de la familia Landor, Edvan.

Agrego, mi queridos lectores de esta rudimentaria escritura cubierta por hollín, miserias y lagrimas de dolor, que mi vida como una doncella terminó poco antes de poder afirmarla, fue entrega sin responder a los rudos brazos de una cruel familia que desprecia mi linaje francés, pero que aun así me mantienen cautiva de sus insultos y sus desprecios, sin embargo mi tiempo de libertad en este pequeño instante de paz que mi señor me ha otorgado en inconsciencia, se acorta, y tendré que ser presurosa con mis torpes manos mullidas por el quehacer y los castigos de mi ineptitud.

Siento un nudo en la garganta que me deja de ojos lagrimosos y corazón latiente con violencia con solo recordar la escena que mis ojos pudieron apreciar. Reconozco que mi sumisión e ignorancia deliberadamente me hacen desconocer aquellos conflictos a mi alrededor, fui criada para servir sin mirar, para efectuar sin pensar, obedecer sin esperar algo a cambio, pero mi ente no se alegra de no ser de plomo y acero como tuve que ser obligada a comportarme, veo a mi alrededor la triste y luctuosa, sombría huella que deja la odiosa batalla tras sus alargados pasos, que con sus manos y plantas ennegrecidas por la sangre y la soberbia dejan la marca de la desdicha que mis ojos son condenados a presenciar sus lóbregas consecuencias.

Pero trato de dejar atrás aquellos innecesarios y tristes pensamientos, deseo transcender en aquellos que toman entre sus manos este grueso pergamino y logran comprender mi emoción, mi tristeza, mi congoja.

Mi señor esa mañana se apiado de mi esquelético y enfermo semblante, mi piel transformada en el color del granito y las nauseas que me atormentaban, concediéndome un tregua libre de sumisión y obediencia, permitiéndome permanecer alejada de mis labores conyugales que el requería, y reposar en el lecho. Alumbrada por su generosidad, y por el extraño fulgor en aquellos olivos ojos, espero el instante correcto luego de ver su fornida y recia figura desaparecer y reúno las fuerzas que mi enfermo cuerpo reclama para tenderse en pie. Estaba en lo cierto, quizás mi entidad solo reaccionaba a su patético y gris entorno. Ese día, 30 de mayo, si mi memoria no intenta jugarme un jugarreta sucia e innecesaria, me producía la sensación de que algo importante, algo transcendental cambiaría muchos aspectos a mi alrededor. No logro comprenderlo del todo, sin embargo, si ustedes, mi fieles lectores, inocentes incrédulos, afirman estar presenciando las discrepancias de una adivina, me obliga a advertirlos que solo mi corazón es reinado por un presentimiento.

Sin perder las fuerzas y el tiempo, hago mis respectivos menesteres y salgo al casi metafórico invernal exterior que inunda las calles de Ruán con su superflua presencia.

Place du Vieux Marché, La plaza del Viejo Mercado, se encuentra ante mis ojos atestado de provincianos curiosos de Ruán, mi poco conocimiento de números me impide darles una cantidad aproximada de ellos, pero el pueblo entero de Ruán, al igual que centenares de soldados ingleses, me dan la bienvenida a la plaza con una cacofonía de sonidos que me aturdieron hasta casi hacer sangrar mis oídos, pero acostumbrada al bullicio de la medina a temprana mañana, solo me preocupo en no ser descubierta por mi señor cubriendo mi rubia cabellera de sus posibles ojos.

Comencé a conjugarme con la multitud aplastante y sofocadora logrando descubrir mí estimados lectores, que estaba próxima a ser testigo de una condena pública.

Logré escuchar a mi lado que dos mujeres de aspecto anciano murmuraban y se santiguaban con exagerado fervor, pero mi interés estaba en saber quién sería la victima criminal que tendría tan monstruoso y humillante final como el de morir bajo las llamas, pero nadie pareció responderme a mis solicitadas dudas, solo sonidos violentos y olores fuertes me embargaban hasta devolverme, sin mano amiga, mi incomodo malestar. Para aquellos que leen mis palabras fieles a dictaminarlos sobre este hecho tan acongojador y desdichado, en estos momentos reconozco que mis síntomas, se deben algo mucho más poderoso e importante, que ahora, me sentiré sumamente agradecida de que mis rezos a mi Señor Jesucristo se cumplan, y mi deseo se haga palpable.

Pero no es mi intención perderlos en mis cavilaciones sin sentido. Seguiré escribiendo mis palabras en este triste pergamino viejo.

Logré recuperarme con vigor, y me encaminé a un lugar apartado. Reconocer la escena que mis ojos estaban a punto de ver, no me agradaba lo suficiente, pero mi condición humana me hizo terriblemente curiosa, hasta permanecer expectante como los demás pueblerinos a mí en torno. Sorpresa mía me llevo cuando el insoportable bullicio cesa ante mis oídos, que me hace notar que toda la extensión que me rodea guarda un incomodo y casi aturdidor silencio, busco con mi mirada la razón de ese cambio tan repentino, hasta toparme con una imagen que me partió el corazón, y que tan solo un poco lo hizo parar.

Una joven, y aun lozana, era escoltada a la hoguera, con rudas esposas atando sus callosas manos, el cabello rapado y masculino le caía orgulloso por sus sienes mostrando un coraje que para mí fue en cegador, ella estaba a punto de morir como una criminal, como una hereje, pero aun así sus ojos no mostraban miedo, dejándome terriblemente avergonzada por mi falta de valor. Sus ropas blancas me recordaron a las pinturas de la iglesia, de aquellas que me alegra ver cuando me es permitido, las de mi Señor Jesucristo, su túnica de prisionera, blancas, y los detalles en ella, me hizo conocerla: Jeanne d'Arc.

Ustedes, que leen este nombre escrito, se preguntaran ¿Quién es dicha doncella, y cuál fue su crimen?

Nacida en Domremý, yo había podido escuchar de ella a hurtadillas cuando mi señor conversaba con sus camaradas en las tardes de un domingo después de misa, una guerrera que encabezo el ejército de mi antiguo pueblo francés contra los ingleses, prometiendo al Rey Carlos VII que los echaría de nuestro territorio, siguiendo rigurosamente los mandatos de Dios y sus Ángeles. Sin embargo, mi idea de su persona se veía remota comparada con lo que mis ojos veían.

Uno a uno fueron vociferados sus delitos y pecados, sepan perdonarme, mi insoportable malestar y los murmullos curiosos le impedían a mis oídos escuchar la voz grabe del vociferador, pero fueron agradecidos cuando lograron alcanzar sus ultimas palabras, "Jeanne, ve en paz, la Iglesia ya no te puede proteger más y te libra a las manos del brazo secular."

¡Oh grácil y piadoso, Mi Señor! ¿Cómo es posible que tan noble y buena criatura tenga un destino tan atroz? Sin importar los crímenes voceados de manera humillante, ella solo se postro devota en sus lastimadas rodillas, con plegarias hacia tu impérenme ser, llenando de glorias tu nombre, invocándote a su lado, a ti, Mi Señor, y a tus subordinados Ángeles, implorando tu perdón por dichos crímenes, y algunos que quizás solo ella conocía. ¿Cómo era posible? El lastimero sonido del llanto se oía miserable ante mis oídos, provenientes de algunos curiosos, soldados y miembros del juzgado.

Una cruz de madera, símbolo de mi Señor Jesucristo, se le fue acercada, hasta besarla con devoción. Pobre criatura, era acompañada hasta la plataforma, dueña de su fatídico destino, sin cesar sus ruegos a entes Santas del paraíso.

Como miembro podrido, te hemos desestimado y lanzado de la unidad de la Iglesia y te hemos declarado a la justicia secular, fueron las palabras dichas por otro vociferador, justo antes de que un insulso e innecesario comentario de un soldado ingles se dejara escuchar, "¡Sacerdote! ¿Nos dejarás acabar el trabajo antes de la hora de la cena?"

Se dio la orden. El verdugo la sujetó a la viga, mientras clavaba un denigrante letrero que rezaba las siguientes palabras: hereje, reincidente, apóstata, idólatra. Mis sinceras disculpas, mis lectores fieles, pero su servidora aun se sumerge en las lágrimas con espectáculo tan bochornoso. Su fuerte y decidida voz rogó por una cruz a los Sacerdotes presentes, para que al morir, pudiera sentirse acompañada de Dios. Su petición fue cumplida, un sacerdote fue en su búsqueda, y al traerla fue recibido por las burlas de los estúpidos ingleses.

Entre sus letanías, un rudo comentario hacia aquellos que ríen, salio de sus temblorosos labios, "¡Ruán, Ruán!, ¿puedes sufrir por ser el lugar de mi muerte?" Pero solo le respondió el silencio. El fuego que le daría su muerte comenzó a consumirla, para el horror de mis ojos, pero sin embargo rogó piadosamente que la cruz que se alzaba a su frente, no fuera alcanzada por las llamas. ¡Santísima niña, que hasta en su propia muerte, se preocupaba por el disgusto que le pudiera dar a Nuestro Señor!

Sus lamentos y gritos eran escuchados, pero yo solo me mantenía clavada al polvoriento suelo, sin despegar mi vista de su dolor, sintiendo mis gruesas lagrimas caer por mis mejillas enrojecidas por la fiebre. Ella gritaba el nombre de Jesús, haciéndolo retumbar en mi interior, un efímero eco insoportable me aturdía, y poco a poco fui cediendo al miedo, a la compasión, al dolor y al sufrimiento, de ver a tan Santa Persona perecer como una hereje. Y perdí por completo el conocimiento, sumiéndome en una dolorosa inconciencia, no antes de sentir mi liviano cuerpo ser rodeado por unos calidos y fuertes brazos, de un aroma familiar…romero.

Lamentable es, que ya allá culminado su tragedia, la muerte de esta mujer mártir, pero no poseo mas recuerdos de aquel día, ni al menos la identidad de la caritativa alma, de aroma incitante y tiernos brazos, que me regresó a casa en mi estado durmiente. Mi señor desconoce mi escape, pero su indiferencia y casi hostilidad ha dado paso a una actitud, que aun no se definir, pero me hace sentir segura y relajada de sus ladridos de enojo. Pero, me siento conciente de su falta de interés en ello, sin embargo los complazco con la gracia de leer, que cada luna que ha bajado por el horizonte, rezo continuamente por La Santa Pucelle, esperando encontrarla al lado de Nuestro Señor Dios.

Desirée Moreno

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